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LA PIEL QUE HABITO. CRÍTICA
Cuando Pedro Almodóvar tiene una nueva película en cartel uno llega a sentirse con tremenda culpabilidad si no la ve en pantalla grande, o al menos así me hago sentir cuando quiero zafarme una y otra vez del genio disfrazado de uno de nuestros hacedores de arte e industria más afamados en todo el mundo. No claudicar ante la contemplación de su obra es como perderse una final de la selección de fútbol u obviar el resultado de unas elecciones parlamentarias, a pesar de que siempre piense que la obra del manchego está sobrevalorada por tanta inestabilidad cinematográfica rezumada.
En esta ocasión tampoco ha sido fácil por las circunstancias, y más cuando mi devenir vital me conducía a compartir experiencia sensorial en la casi extinta sesión golfa de la noche de un viernes madrileño. Sin más preámbulos y entrando a volapié sobre la cinta cabe decir que “La piel que habito” es una acertada película con innumerables fallidos ejercicios de estilo y experimentaciones bufas, sobrantes a mi juicio por la gratuidad de lo grotesco y lo ridículo en casi todas sus escenas. Pero antes de sacar el bisturí y desgarrar el film al igual que el Doctor Robert Ledgar hace con la dermis de su efebo, es de recibo valorar la función de esteta del manchego, único en la plasmación de un ideario tan peculiar como manido a veces de tan explotado.
Sólo Almodóvar es capaz de hacer una película de Almodóvar. Esto es admirable en cualquier cineasta y mucho más en los tiempos que corren, donde el sello de autor sobre su cine es cada vez más escaso. No obstante, algunas referencias, homenajes, plagios e inspiraciones son evidentes (Fritz Lang, Hitchcock o Cronenberg) sin suponer esto delito cuando el resultado es verdaderamente acertado. Algunas deliberaciones del cineasta en asuntos tan vertebradores como la dirección de actores, la puesta en escena o la escritura de diálogos destrozan por completo una atractiva propuesta narrativa con preciado material sensible acerca de la sublimación de las algunas obsesiones del ser humano (la venganza, el miedo o la pasión sexual entre otras). Todo puede resumirse en una ausencia de verdad que obligaría al mismísimo Diderot a replantear su teoría sobre el arte de la escena después de ver a un tigre a empellones con una nacarada mujer como Elena Anaya, por mucho que la realidad pueda ser más horrenda que la peor de las ficciones.
Así pues, “La piel que habito” se queda en un quiere y no puede, en un coitus interruptus de su director consigo mismo, incapaz de adaptar con simple oficio y verdadera maestría la novela de Thierry Jonquet, “’Tarántula”. Y llegado a este punto ceso aquí la diatriba por el inmenso respeto que siento hacia cualquier película, debido a mi condición anfibia a ambos lados de la barrera, sin dejar de valorar la cinta en aspectos técnicos como el montaje, la música y la fotografía, con reseñable mención al trabajo de caracterización de Karmele Soler y Manolo Carretero.