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BALADA TRISTE DE TROMPETA. CRITICA
Hay películas que cuentan una historia. Hay películas que hablan de Historia. Hay películas que cuentan la Historia de otra manera. Y hay películas que pasan a la Historia. El último filme de Alex de la Iglesia se ajusta a las cuatro afirmaciones a la perfección; y si no, tiempo al tiempo. “Balada triste de trompeta” es una genialidad obsesiva transformada en cine casi para todos los públicos (absténganse mujeres, niños y mayores con problemas del corazón y memoria histórica) en el que todo vale. Y todo vale porque su director ha pegado con esta obra un salto al vacío sin arnés ni amortiguación ninguna. Y creo que ha caído de pie, una vez más, o al menos ha empezado con buen pie tras ganar el premio al mejor director y al mejor guión en el Festival de Cine de Venecia
Al igual que unas pinceladas de Picasso o unos segundos de una sinfonía de Mozart son universos unívocos per se para un avezado público, el cine de Alex de la Iglesia se convierte en categoría y en un género en sí mismo con “Balada triste de trompeta”, a pesar de que algunos se queden con la venda puesta y sólo vean la superficie rampante de un desarticulado panaché de obsesiones, miedos y neurosis. Pocos creadores en la historia del cine han conseguido dejar una impronta reconocible en todos y en cada uno de los fotogramas de su obra y el cine del bilbaíno va camino de engrosar la lista de directores-autores más singulares de la patria cinematográfica. El filme mezcla el gore, el terror, la comedia negra, el thriller psicológico, el melodrama y el cine bélico con una puesta en escena magistral en el que también se reconocen a Buñuel y a Berlanga, a Rodríguez y a Tarantino, a Hitchcock y a Browning, y de manera singular al propio Alex de la Iglesia.
El comienzo de la cinta es vibrante e inteligente, abanderado por un Santiago Segura encarnando un payaso de circo cuya única pretensión es hacer reír, hasta que él y los demás compañeros del circo son secuestrados por un batallón del ejército republicano en plena guerra civil española. Hace falta luchar contra el enemigo y cualquiera sirve para este absurdo y sinrazón llamado guerra, donde aquellos que antes hicieron reír ahora valen para hacer llorar, donde los que antes inspiraban felicidad y alegría ahora se encargan del horror y el sufrimiento ajeno. Una vez acabada la contienda, el personaje interpretado por Segura se convierte en un preso político más de los miles que levantaron con trabajos forzosos la cripta de El Valle de los Caídos. El hijo del payaso encarcelado se convierte en el germen de una historia cuya premisa argumental parte del rencor, la venganza, el odio y la redención de su padre. De la Iglesia elabora al tiempo una lectura personal y caleidoscópica de los vaivenes político-sociales de un país a través de dos personajes antagónicos, el payaso gracioso y el payaso triste, interpretados respectivamente por dos grandes actores: Antonio de la Torre y Carlos Areces, acompañados por un innumerable crisol de secundarios que brillan con luz propia.
Y aunque sea manido caer en el tópico de los buenos y los malos, de los vencedores y los vencidos, de las dos Españas de una misma España cuando nos enfrentamos a una nueva película sobre nuestra inspiradora guerra, el director vasco se desliga y se sirve de una hermenéutica en su discurso compleja y con rarezas encubiertas a través de su dos personajes bisagra, brillantes metáforas de la cara y la cruz de una misma moneda. Ambos luchan por conseguir a una bella y esplendorosa mujer. Uno para dominarla, castigarla, sodomizarla y someterla en contra de su voluntad. Otro para quererla sin decisión, a desgana, mimándola y tendiéndole una mano dulce inspiradora de una desobediencia atroz, al igual que unos y otros quisieron hacer de España una, grande y libre a su manera, convirtiéndola en un saco de huesos rotos que todavía no hemos sabido restañar.
Aunque no todo pueden ser vanaglorias, ya que el relato se articula en torno a unos golpes demasiados efectistas, arbitrarios y desprovistos de toda ética narrativa, sobre todo en la segunda parte de la película donde el todo vale puede molestar a los espectadores más sosegados. Y es aquí donde se echa de menos la colaboración de un guionista más flemático que hubiera dado una lija fina y un poquito de barniz al guión de una película que no dejará indiferente a nadie, sea gracioso o triste, bueno o malo.