LA CHISPA DE LA VIDA. CRÍTICA
«La chispa de la vida». Acudí a ver “La chispa de la vida” un viernes caduco y frío. Justo antes de salir de casa leí por las redes sociales, como si una gota de aceite hirviendo me salpicara en el ojo, la noticia de que un matrimonio italiano al borde la jubilación había decidido poner fin a sus vidas. Su motivación: el desempleo, las deudas y el desahucio, a pesar de sus plegarias al Gobierno de Berlusconi. Una esquirla más en nuestro derredor social, mundano e insostenible, por ser todos doblemente espectadores y actuantes de la gran escena representada: la crisis económica. Todo me encajó después con esa bofetada del bilbaíno en la que utiliza el mismo escenario para bailar guiñoles en vez de personajes dentro de personas o a la viceversa. Y es que si Valle-Inclán levantara la cabeza desempañaría sus anteojos para descreerse del doble juego de la realidad y su distorsionante reflejo: el esperpento de un esperpento.
Alex de la Iglesia vuelve a lancear al público y a la crítica dándole aquello que quiere: una estrella internacional (Salma Hayeck) , otra estrella de la televisión (José Mota) y más o menos grandes actores conocidos (Tejero, Galiardo, Portillo, Climent…) y todos ellos perfectamente orquestados en la genialidad de una trama oportunista pero resultante, cuya historia reinventa al Wilder de “El gran carnaval” sumando el aderezo del vitriolo de otros (Lubitsch, Berlanga o Azcona). Y es que “La chispa de la vida” tiene mucho para reprochar y otro tanto para beatificar.
De lo primero: sus gags paratextuales, su parodia de prime time, sus hipérboles, sus manidos tópicos, su desentonado discurso, sus licencias espaciotemporales de primero de narratología, su realización descaradamente resolutiva y la condena de dejar a Nerea Camacho en una figuración con llanto. Sin embargo, “La chispa de la vida” es una película con profunda puya y mensaje de difícil digestión, donde cuestiones como el precio de la dignidad humana, la pugna del darwinismo social y el homo homini lupus de las instituciones culturales y políticas no se escaparán a ningún espectador con resquicios filosóficos o morales. El mito de la vida como el gran teatro del mundo se retroalimenta en esta platea-escenario: el virus de la mediatización globalizada y convergente de una sociedad con escrúpulos para sobrevivir sin ellos. Y como colofón a la crítica, la destacada, pero irregular interpretación de un José Mota, actor con mayúsculas. Véanlo ustedes mismos y aplaudan.