LA CINTA BLANCA. CRÍTICA
Parece ser costumbre que algunos directores de cine europeo se encumbren desproporcionadamente tras el éxito de sus primeras obras, resultando difícil por parte de crítica y público hacerles bajar de un podio que creyeron perpetuo per se, como les ocurriera a Von Trier o Winterbotton. Quizás sea atrevido considerar que sea este el caso de Haneke, pues con sus anteriores películas – “Código desconocido”, “Funny Games” o “Caché”– ha demostrado ser un autor con pulso y maestría a la hora de abordar historias sobre la cuestión de la violencia humana, sin vacilaciones para hacer de lo explícito su virtud más poderosa. Nadie duda de que su último film sea merecedor de los grandes elogios de los que está gozando, aunque parece indudable señalar también que la cinta pueda, a priori, hacer rechinar dientes y contagiar bostezos al más cuitado espectador, pues estamos ante una película difícil en la forma, pero sensiblemente inteligente en su fondo, que con el paso de los años se convertirá en un filme objeto de reverencia en la historia del cine.
“La cinta blanca” sitúa su acción en un pequeño pueblo de la Alemania protestante justo unos días antes del comienzo de la 1ª Guerra Mundial. Su pequeña comunidad de habitantes es testigo de una serie de brutales sucesos cuyo autor es desconocido. Sus habitantes permanecen alerta hasta que se esclarezcan los hechos mientras el poderoso barón terrateniente intenta preservar el orden circulando la amenaza del castigo. Michael Haneke aprovecha con maestría este punto de partida con un doble fin: contar una historia que raya lo detectivesco a través del recuerdo de la voz en off del maestro de los niños del pueblo, y otro, de seguro su mayor apuesta, hacer sociología cinematográfica de un tiempo y un lugar minuciosamente representados e intencionadamente elegidos. En esta operación con bisturí, todos y cada uno de sus personajes están construidos gracias a las contundentes pinceladas de personalidades trastornadas sin temor a una falta de anestesia, pues la historia nos adentra en las abyecciones más profundas de los seres humanos. Las relaciones de poder, interés, dominación y sumisión son las constantes instintivas de unos individuos que suponen el germen de una sociedad que será capaz de comportarse bajo los dictados del fascismo unos años más tarde. Interpretación ésta, coadyuvada en parte por una demagogia fílmica atribuible sólo al poder del cine y su potencial discursivo.
El cineasta vuelve de este modo a revolvernos una vez más en la violencia, pero en esta ocasión con sutileza, sin golpes de efecto y sin apariencias. La tensión entre el yo y el superyó freudiano amortigua una violencia latente y contenida, cuyas causas más directas son el miedo y la culpa de una sociedad fundamentalista ávida de moral pecaminosa. Sus diálogos tienen la fuerza de atragantar al espectador con una nausea indescriptible, como el momento en el que el doctor del pueblo reprocha miserablemente a su segunda mujer sus carencias como objeto amado.
En el apartado técnico es innegable comparar la fuerza de sus encuadres a los de otrora de maestros como Carl Theodor Dreyer o el sueco Bergman. El cineasta consigue una realización portentosa acompañada de un desacostumbrado para el momento, pero agradecido, tempo narrativo, aunque si algo hay que reprochar a la cinta quizás sea su excesivo metraje con respecto a una trama que avanza pausadamente, con la necesidad de algunos giros de los que deliberadamente el autor ha huido. La preciosa fotografía en blanco y negro obra de Cristian Berguer ensalza entre claroscuros interpretaciones en estado puro (especialmente emocionante la de la joven Leoni Benesch) y el realismo de los escenarios y de la caracterización es insuperable, redondeado el trabajo de un director que se supera así mismo una vez más con las mismas obsesiones que le han llevado a ser uno de los autores europeos más singulares y deseados por crítica y público.